Llibres i música en temps de desassossec: “Confinados”

Foto de
P. Soulages (1919). “Pintura”. Musée Soulages. Rodez. Autor: J. Carbonell

L’aportació de la Facultat de Filosofia i Lletres en els moments estranys que vivim serà en forma de reflexions i consells literaris, filosòfics i musicals a l’entorn de la persona i de les pestes que ens afligeixen, col·lectives, però també individuals.

05/05/2020

En marzo de 2019 se cumplió justamente un siglo del nacimiento del fascismo. Ese mes, cien años atrás, se fundaron en Milán los “Fasci di Combattimento”, germen de lo que iba ser el fenómeno político más perturbador de los años de entreguerras del siglo XX.

El fascismo italiano llegó al poder en medio de una oleada de violencia y con buena parte de las elites políticas, sociales y económicas del país poniendo la alfombra roja sobre la que Mussolini, apoyado en la mascarada de la Marcha sobre Roma, paseó hasta la presidencia del gobierno que gentilmente le ofreció el rey de Italia. Luego, el camino hasta la dictadura se recorrió con relativa rapidez, sin demasiadas contemplaciones y con el creciente beneplácito de amplios sectores de la población italiana, académicos e intelectuales incluidos.

Ya establecida, uno de los instrumentos que utilizó la dictadura fascista contra la oposición política fue el confinamiento de los adversarios del régimen. Miles de ellos fueron enviados a lugares remotos, pequeños pueblos aislados, de difícil acceso y con escasas posibilidades de conexión con el mundo exterior. Allí vivían en relativa libertad, pero bajo constante vigilancia y sin poder alejarse de su residencia. El aislamiento pretendía impedir la difusión del virus político de la disidencia.

En los años veinte, otro dictador europeo, el general Miguel Primo de Rivera, recurrió a procedimientos semejantes para castigar a los díscolos. Miguel de Unamuno, catedrático en la universidad de Salamanca, acabó confinado en Fuerteventura (de donde logró escapar) por sus críticas al dictador. También Francisco Franco, años más tarde, siguió el ejemplo para castigar a algunos falangistas descontentos –Manuel Hedilla o Dionisio Ridruejo, por ejemplo-, aunque el ‘Generalísimo’ era más de confinamientos definitivos, en cunetas y cementerios.

Fueron los nazis, sin embargo, quienes perfeccionaron el método, especialmente después del inicio de la guerra europea que acabó siendo mundial. Millones de personas fueron confinadas, primero en guetos y, más tarde, en campos de concentración que, casi siempre, devenían campos de exterminio. La historia es bien conocida y no es necesario repetirla aquí. Mucho mejor es volver sobre los testimonios de algunos de los que sobrevivieron al mal radical y que dejaron constancia, en libros de altísima calidad humana y literaria, de una experiencia prácticamente imposible de explicar: Primo Levi, Jean Améry, Robert Antelme, Imre Kertész, Ruth Klüger, Paul Celan…

La extraordinaria dimensión del exterminio en los campos nazis de judíos, gitanos y otras minorías étnicas, así como de disidentes políticos y prisioneros de guerra, ha hecho que pase más desapercibida la peripecia de quienes, aun cayendo también bajo la regulación de las leyes raciales, pudieron seguir viviendo en Alemania por estar casados con personas de origen ‘ario’. Fue el caso de Victor Klemperer, lingüista, catedrático en la universidad de Dresde, depurado de su puesto en la universidad por ‘judío’ (en realidad él no lo era: se había convertido años antes al protestantismo, pero eso ya no contaba para el antisemitismo biológico de los nazis), y superviviente de la catástrofe alemana gracias a estar casado con una mujer ‘aria’, Eva Schlemmer, que se negó a divorciarse de él, evitando así su deportación.

Victor Klemperer dejó unos magníficos diarios escritos durante todo el régimen nazi y conservados por su mujer con grave riesgo para su vida: “Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945” (Barcelona, 2003). En ellos explicó como nadie la vida de un judío en la Alemania nazi, incluyendo los años de la guerra, en peligro permanente y recluido en una ‘casa de judíos’, en una especie de confinamiento del que prácticamente solo salía para ir a trabajar a alguna fábrica, y siempre (desde septiembre de 1941) con una estrella de David amarilla cosida en la chaqueta o en la prenda exterior de abrigo. La estrella identificaba a quien la llevaba como portador del virus que podía envenenar la sana sangre aria en caso de entrar en contacto con ella. Alguien, por tanto, merecedor de ser separado de la ‘Volksgemeinschaft’, de la comunidad popular, y susceptible de ser eliminado en cualquier momento por razones de salud pública. La estrella amarilla se convirtió, así, en el más refinado instrumento para confinar de facto a una persona, pues, como escribió el propio Klemperer, “cada judío portador de la estrella llevaba consigo su gueto como un caracol su concha”.

En los diarios de esos años de confinamiento, Victor Klemperer, lingüista al fin, llevó a cabo, en condiciones muy difíciles para el trabajo académico, una de las más inteligentes disecciones que se hayan escrito del uso que los nazis hicieron de la lengua alemana como instrumento de propaganda y dominación. Los fragmentos de los diarios en los que anotó esas reflexiones sobre la ‘Lingua Tertii Imperii’ se publicaron en 1947 como “LTI. Notizbuch eines Philologen” [“LTI. Apuntes de un filólogo” (Barcelona, 2001)], y se puede decir sin miedo a equivocarse que pocas veces un confinamiento forzoso (y tan terrible) ha dado un fruto tan extraordinario.

Su lectura servirá también para ponderar la comparación de nuestro confinamiento actual con auténticos dramas del pasado como al que me he referido aquí o como otros próximos a él en el tiempo. “Esta es la guerra de nuestra generación”, se ha podido leer y escuchar estas últimas semanas. Leamos a Klemperer, a Levi, a Améry, a Antelme, a Kertész, a Klüger, a Celan y a tantos otros que dieron testimonio hasta el final para situar las cosas en sus justos términos.

Francisco Morente (Departament d’Història Moderna i Contemporània)