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27/06/2016

"Cultura, sociedad y política son parte consustancial que define qué son y como son la ciencia y la tecnología en cada momento histórico y en cada lugar del mundo"

entrevista Jaume Sastre Juan
Jaume Sastre-Juan, investigador post-doctoral en el Centro Interuniversitario de Historia das Ciências e da Tecnología - Universidade de Lisboa impartió una charla en Barcelona, ​​titulada “La inocencia de pulsar un botón: algunas claves para una historia de la interactividad”, en el marco del Ciclo de Coloquios de la Societat Catalana d’Història de la Ciència i de la Tècnica (SCHCT), y con la colaboración del Centre d’Història de la Ciència (CEHIC-UAB). En esta entrevista, Sastre-Juan nos habla de gabinetes de curiosidades, museos de ciencia y science centres, así como de todo lo que hay detrás de algo tan supuestamente inocente como una exposición de objetos.

Autor: Kilian López Riesco.

Jaume Sastre-Juan es investigador post-doctoral en el Centro Interuniversitário de História das Ciências e da Tecnologia (CIUHCT), Universidade de Lisboa. Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona (2005), cursó el Master Interuniversitario en Historia de la Ciencia: Ciencia, Historia y Sociedad (UAB-UB) (2008) y posteriormente se doctoró en historia de la ciencia en la UAB (2013) con una tesis sobre la política de la museización de la tecnología en los Estados Unidos a través del caso de estudio del New York Museum of Science and Industry. Entre 2012 y 2015 fue profesor asociado en la UB y entre 2014 y 2015 profesor colaborador en la Universidad Abierta de Cataluña (UOC). Actualmente su proyecto de investigación gira en torno a la política de la museización de la tecnología en el sur de Europa durante el siglo XX.
 
Sastre-Juan es autor de varios capítulos de libros, tales como “Philanthropy, Mass Media and Cultural Hegemony: the Rockefeller Foundation and the Poltics of Science Popularisation in the 1930s” (en el libro de próxima aparición Gramsci Today: cultural Hegemony in a Scientific World) o “Technological Fun: The Politics and Geographies of Amusement Parks” (en el libro Barcelona (1888-1929): An Urban History of Science and Modernity). También ha escrito artículos de divulgación como “Diagramas en la arena: Nuevas miradas a la historia de las matemáticas en la Antigüedad” o “La inocencia de pulsar un botón: una mirada histórica y crítica a los orígenes de la interactividad en los museos de ciencia”, ambos en Investigación y ciencia, y es el traductor del libro Alambre de Púas. Una ecología de la modernidad, de Reviel Netz (título original, Barbed Wire: an Ecology of Modernity).
 

La exposición temporal Salvadoriana¸ que se ha podido visitar durante unos meses en el Instituto Botánico de Barcelona, ​​mostraba el gabinete de curiosidades de la naturaleza reunido por la familia Salvador en la trastienda de su farmacia. ¿Cuál ha sido el cambio desde estos gabinetes de maravillas hasta los museos de ciencia contemporáneos?
Aunque en ambos casos se trata de espacios de creación y reproducción de representaciones de la naturaleza, ha habido muchísimos cambios, que tienen que ver con las transformaciones de las formas dominantes de producción y circulación de conocimiento durante los últimos siglos. Para poner de manifiesto la distancia que separa los gabinetes de curiosidades de los museos de ciencia, podemos decir que en el siglo XVI no existían ni la ciencia ni los museos. Tanto una como los otros son instituciones que se articulan (tal y como las conocemos hoy en día) durante el siglo XIX.
 
La exposición Salvadoriana lo explicaba mucho mejor, pero resumiendo podemos decir que los gabinetes de curiosidades se inscriben en el contexto de la expansión colonial europea, paralela a la construcción de una nueva historia y filosofía naturales, que debían servir no sólo para conocer, sino también para explotar una naturaleza que en Europa occidental se entendía cada vez más como recurso económico. En el espacio de los gabinetes de curiosidades, la élite que tenía acceso a ellos admiraba, estudiaba y discutía las maravillas de una naturaleza que primeramente había que conocer en toda su amplitud. En cambio, los museos de ciencia burgueses deben enmarcarse en un contexto de creación de los estados-nación y de profesionalización de la ciencia. Se trataba de instituciones –en teoría– abiertas al público que ya no sólo buscaban mostrar la naturaleza en su exuberancia, sino en su orden subyacente. La disposición de los especímenes, que ya no eran escogidos por su rareza, espectacularidad o exotismo, sino por su representatividad, debía reflejar espacialmente cuál era el orden de la naturaleza. Por ejemplo, cuando la dimensión temporal se introdujo en las ciencias de la vida, la disposición secuencial de los especímenes tenía que comunicar a los visitantes, de un vistazo, el progreso jerárquicamente ascendente de la vida, que culminaba en el hombre blanco occidental, considerado el clímax de la evolución.
 
Desde los museos de ciencia del siglo XIX hasta hoy en día ha habido también muchos cambios, por supuesto, igualmente relacionados con las transformaciones en la producción de conocimiento, que a su vez han reconfigurado los museos de ciencia y han hecho aparecer nuevas formas culturales, como por ejemplo los llamados science centres.
 
 
¿Cuál sería la principal diferencia entre estos “science centres” y los “museos de ciencia”?
En general se suele distinguir entre unos y otros en función de la colección. Los primeros conservan, exponen y estudian una colección de objetos o especímenes, mientras que los segundos están constituidos por módulos expositivos didácticos, muchas veces “interactivos”, a los que socialmente no se atribuye ningún valor patrimonial. Otra de las diferencias es que los science centres suelen centrarse en los principios científicos descontextualizados, mientras que los museos de ciencia incluyen también aspectos históricos y sociales (aunque, en la práctica, en muchas ocasiones no sea así).
 
El relato habitual sobre el surgimiento de los science centres tiene un mito fundacional: el Exploratorium de San Francisco, creado en 1969. A menudo se le considera el pionero de una nueva aproximación participativa y “hands-on” en la exhibición de ciencia, ligada a una retórica de empoderamiento que considera que la libertad de elección y exploración del visitante democratiza la experiencia museística. En el espacio del Exploratorium, que era un gran pabellón semejante a un hangar, no había rutas que constriñeran los trayectos de los visitantes, que eran libres de “interactuar” con los objetos exhibidos y con los guías que ayudaban a utilizar las exposiciones. Se suele considerar que fue el modelo para la proliferación de otros science centres similares, que se expandieron hasta llegar a ser equipamientos culturales estándares de toda ciudad medianamente grande, como por ejemplo el Museo de la Ciencia de Barcelona, hoy llamado Cosmocaixa.
 
Este relato es cuestionable por dos grandes motivos. En primer lugar, porque pasa por alto que los science centres surgieron en Estados Unidos en un contexto marcado por la Guerra Fría. Por un lado, desde instancias gubernamentales se buscaba aumentar las vocaciones científicas para contar con personal cualificado para el llamado complejo científico-militar-industrial. Por otra parte, hay que leer la apuesta por una presentación descontextualizada de la ciencia, alejada de cualquier contaminación social, en el contexto de los efectos de la purga ideológica del macartismo. Si no, no se entendería que el creador del Exploratorium, Frank Oppenheimer, un físico acusado de comunista cuyo hermano (Robert Oppenheimer) fue una de las principales mentes científicas detrás del desarrollo de la bomba atómica, presentara la ciencia como algo lúdico y alejado de la sociedad. En segundo lugar, el relato que ubica el origen de los science centres en la década de 1960 olvida los precedentes del período de entreguerras, en el que una nueva cultura expositiva marcada por la lógica publicitaria desarrolló muchas de las técnicas expositivas que hoy identificamos con los science centres y transformó los museos de ciencia e industria en Estados Unidos.
 
 
Precisamente, en su tesis doctoral analizaba los cambios en la política de la museización de la tecnología en los Estados Unidos durante el período de entreguerras a través del caso de estudio del New York Museum of Science and Industry. ¿Qué etapas detectó y cuáles eran sus características principales?
El New York Museum of Science and Industry tuvo una vida errante. Cuando nació en 1927, se ubicó provisionalmente en dos pisos del Scientific American Building, en Bryant Park. El año 1930 se mudó al Daily News Building (el edificio donde trabajaba el personaje de Clark Kent, de Superman). Y acabó estableciéndose definitivamente en la planta baja del Rockefeller Center. Los cambios de sede coincidieron con cambios en la junta directiva y en el estilo expositivo. En la tesis doctoral, utilizo este recorrido espacial por el corazón de Manhattan para caracterizar tres regímenes museográficos que reflejan la transformación de la museizaciónde la tecnología durante la década de 1930 en Estados Unidos. Defiendo que esta transformación es un eslabón fundamental de la cadena histórica que permite entender cómo se pasa de los museos de ciencia decimonónicos los science centres.
 
En un primer momento, la museizaciónde la tecnología tuvo que ver con las políticas de legitimación profesional, construcción nacional y mediación social de la élite de los ingenieros norteamericanos. La colección histórica que el museo comenzó a reunir (especialmente destacable en relación a las máquinas-herramienta, ya que se consideraban un icono de la tecnología estadounidense, al igual que lo eran las máquinas de vapor en Inglaterra) debía servir para que las “obras maestras” de la ingeniería entraran en el templo de las musas y dotaran de un pasado respetable a una profesión que veía cómo aumentaba su influencia política. Por otra parte, el museo también debía actuar como bálsamo social. Los ingenieros ligados al movimiento de fomento de la educación profesional consideraban, desde una posición paternalista, que la educación técnica en los museos industriales serviría para elevar moralmente la clase trabajadora e imbuirla de la visión que ellos consideraban “racional” y “científica” de la sociedad y las relaciones laborales, reduciendo así la conflictividad social. Todo ello se tradujo expositivamente en la exhibición de máquinas descontextualizadas y modelos seccionados que podían ser manipulados con el objetivo de mejorar su potencial educativo.
 
Posteriormente, el estallido de la Depresión hizo replantear el énfasis en la educación técnica, y el museo construyó las secciones permanentes con la intención de mostrar las consecuencias sociales de la tecnología, entendida como una fuerza histórica que conducía necesariamente al progreso. Así, por ejemplo, dejaba de tener sentido lamentarse por la pérdida de puestos de trabajo fruto de la automatización (el llamado paro tecnológico, que generó un gran debate en la época), ya que era equivalente a oponerse al curso imparable de la historia. Este determinismo tecnológico se tradujo a nivel expositivo en la disposición cronológica de los objetos exhibidos y en el uso abundante de paneles y estadísticas pictográficas que explicitaban las consecuencias sociales de la tecnología tal como las entendían los curadores del museo.
 
Finalmente, a partir del traslado al Rockefeller Center, más que conmemorar los grandes inventores nacionales, fomentar la educación técnica o promover una idea abstracta de progreso, el museo se convirtió en un altavoz de las grandes empresas de base tecnológica científica, como por ejemplo ATT, Westinghouse o DuPont. La colección histórica quedó relegada a un segundo plano y el museo apostó por las exposiciones temporales elaboradas por los departamentos de relaciones públicas de estas empresas. A nivel expositivo, esto se tradujo en la importación de técnicas expositivas comerciales (por ejemplo a nivel de diseño gráfico y diseño de interiores), así como en el uso masivo de pulsadores y dispositivos “participativos”, considerados por los psicólogos y los publicistas de la época como la mejor forma de atraer la atención del público, entendido desde un paradigma conductista propio de la nueva industria cultural.
 
 
Se produce, pues, un cambio hacia un modelo más interactivo. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de hacer una historia de la interactividad?
Pienso que una historia de la interactividad debería tener como mínimo dos vertientes. La primera es un análisis genealógico de las constelaciones discursivas que rodean la formación del concepto “interactividad” asociado a museos de ciencia. En la década de 1930, por ejemplo, no había exposiciones “interactivas”, sino exposiciones “dinámicas” o “activadas por los visitantes”. Para evitar el presentismo que supondría proyectar en el pasado categorías recientes, con las correspondientes resonancias discursivas y cristalizaciones de significados, hay que entender el término “interactividad” de manera histórica. Que yo sepa, aparte de la obra de Andrew Barry, que asocia el término al desarrollo de la socio-cibernética, esta primera vertiente aún está por explorar.
 
La segunda vertiente sería un análisis histórico de las prácticas que se han acabado englobando bajo el término “interactividad”. Es decir, ver qué discursos, intenciones, prácticas de visita, concepciones del público, etc., rodeaban cada caso concreto en que se apostó por pasar de un régimen expositivo centrado en la vista a un régimen expositivo de tipo táctil o “participativo”. Ya hay varios estudios que comienzan a preguntarse por los diversos contextos de la interactividad, como por ejemplo el libro Life on Display, de Karen Rader y Victoria Cain, o bien la tesis doctoral de Gustavo Corral sobre la transformación de las prácticas expositivas al Museo de Historia Natural de Londres durante la década de 1970. Estos contextos incluyen, entre otros, los discursos pedagógicos dominantes en un determinado momento y lugar, los discursos sobre la ciencia y la tecnología de los promotores de los museos, los discursos publicitarios y psicológicos sobre la efectividad de los pulsadores, la cultura material de la interactividad, o los condicionantes culturales cambiantes de la experiencia encarnada de visitar un museo “interactivo”.
 
 
¿Cuáles son los principales discursos asociados a la interactividad en los museos?
Hoy en día, la interactividad en museos de ciencia se presenta rodeada de un discurso que a menudo tiene como ejes fundamentales los conceptos de participación y democracia. Como sugería antes, desde la creación del Exploratorium de San Francisco bajo la dirección de Frank Oppenheimer, el relato que se ha extendido es que los visitantes de los museos de ciencia “interactivos” se empoderan a través de la participación directa, que les permite dejar de ver la ciencia como algo lejano, lo que aumenta su interés y conocimiento, fundamental para ejercer plenamente la ciudadanía democrática en un mundo en que la alfabetización científica es indispensable para poder decidir fundadamente sobre los problemas de una sociedad industrial cada vez más tecnificada.
 
Este discurso es criticable como mínimo desde tres puntos de vista. En primer lugar, pedagógicamente se ha puesto en duda que la aproximación lúdica de los science centres haga aumentar el conocimiento de los visitantes. En este sentido, muchos science centres han aceptado la crítica y se han defendido intentando desarrollar técnicas para pasar del “hands-on” al “minds-on”. En segundo lugar, estos museos sólo presentan una parte de la ciencia, sin tratar su vertiente social, cultural y política, lo que supone una mistificación que impide el empoderamiento real de los visitantes. Finalmente, una historia de la adopción de los pulsadores en los museos de ciencia de los Estados Unidos muestra que en el origen de la proliferación de esta técnica expositiva no hubo ninguna retórica democrática, sino una cultura expositiva empresarial.
 
Como reflexión final sobre el presente, quisiera lanzar al vuelo algunas preguntas en torno al concepto de “participación”, que en la cultura política de las llamadas “democracias” capitalistas tiene unas características que pienso que impregnan también el mundo de los museos. En general, ¿entendemos la participación como validación final de unos resultados precocinados en otras instancias no-participativas y con límites bien claros, o bien como discusión colectiva y radicalmente abierta de las bases de la vida en común? ¿De qué participación estamos hablando en los museos “interactivos”? ¿Promueve un empoderamiento democrático en relación a la ciencia, o bien oculta presupuestos tecnocráticos y sociofóbicos, tal como el colectivo Ippolita o el sociólogo César Rendueles sospechan en relación a la llamada “democracia 2.0”?
 
 
Su investigación actual se centra en la política de musealización de la tecnología en el sur de Europa durante el siglo XX. ¿Cuáles son sus características?
Todavía es pronto para poder responder satisfactoriamente, porque la investigación se encuentra en una fase muy inicial, pero sí puedo hacer un breve esbozo de alguna de las preguntas que me planteo, poniendo como ejemplo el caso catalán. En el periodo de entreguerras, cuando en Europa se extienden y proliferan los museos industriales, en Barcelona fracasan los proyectos de creación de un museo técnico. La propuesta de creación de una “Tecnoteca” en Montjuïc, realizada después de la exposición de 1929 por el ingeniero Marià Rubió i Bellver, no prosperó, y la creación por decreto del Museo Técnico de Cataluña el año 1937, en plena Guerra Civil, se quedó en papel mojado dadas las circunstancias. No será hasta la década de 1970, coincidiendo con el cambio político de una dictadura militar a un régimen parlamentario, que aparecerá el MNACTEC, impulsado por un grupo de ingenieros y adoptado por una joven Generalitat en formación.
 
¿Por qué no se institucionalizó la museización de la tecnología durante el periodo de entreguerras? ¿Qué rol jugó la tecnología en la construcción de la identidad nacional en un momento de redefinición política? ¿Qué papel político tuvo la museización de la tecnología y, por extensión, los discursos sobre ciencia y tecnología, durante la llamada Transición? Éstas son algunas de las preguntas que guiarán la investigación en los próximos meses.
 
 
El contexto en que se organizan y se muestran las exposiciones es capital para el análisis de estas últimas.
Sin duda. Las exposiciones son un medio de comunicación como cualquier otro, y por tanto, situadas y atravesadas por relaciones de poder. Los museos, sin embargo, son especialmente proclives a ocultar la voz autorial, tanto por la inmediatez tridimensional de los objetos, que imponen su autoridad por el hecho de estar allí, como por el hecho de que los textos y la organización expositiva no están firmados de la manera que estamos acostumbrados a reconocer y decodificar en otros medios como la prensa escrita, la televisión, la radio o el cine. A menudo, la voz autorial del museo se presenta como más “neutra” y “oficial”. Obviamente, estoy generalizando, y hay casos de exposiciones auto-reflexivas que permiten que el visitante tenga presente la voz autorial, como por ejemplo la exposición Salvadoriana, que es un ejemplo excelente de cómo se puede lograr esto sin perder nada de atractivo expositivo.
 
El campo de estudios que en el mundo anglófono es conocido como museum studies, y que incluye perspectivas sociológicas, antropológicas e históricas, ha partido de la base de que el contexto en que se organizan y se muestran las exposiciones es indispensable para hacer una lectura crítica. En la confección de una exposición participan muchas personas, que tienen unos determinados intereses y visiones del mundo, se movilizan discursos con objetivos concretos, se selecciona la información, descartando unos aspectos e incluyendo otros, se escogen puntos de vista e interpretaciones, se decide qué objetos ilustran lo que se quiere decir, etc. Todo este conjunto de determinaciones crea un discurso, que, como cualquier otro, es situado. No hay una única manera de museizar la ciencia y la tecnología, y la elección es inevitablemente ética y política.
 
 
Es la recurrente controversia sobre si ciencia y tecnología son neutras.
Efectivamente. El historiador de la tecnología Melvin Kranzberg planteó su punto de vista de una manera que encuentro muy interesante cuando afirmó que la tecnología no es buena, ni mala, ni tampoco neutral. Con esta afirmación, que podríamos trasladar también a la ciencia, Kranzberg huía de las interpretaciones simplistas y evitaba dicotomizar el debate entre tecnofilia y tecnofobia, al tiempo que ponía sobre la mesa una cuestión fundamental que ha sido retomada con fuerza por la sociología, la filosofía y la historia de la tecnología: la tecnología encarna valores y cristaliza relaciones sociales de todo tipo.
 
Esta tesis, que seguramente resulta menos chocante para otros ámbitos de la realidad social, ha sido objeto de un intenso debate, ya que la ciencia y la tecnología muchas veces se consideran esferas separadas de la sociedad humana, sólo relacionadas con la Verdad, la Realidad o la Eficiencia. La mirada histórica, sin embargo, nos descubre un panorama mucho más complejo, en el que la cultura, la sociedad y la política no son sólo escenarios contextuales en los que la ciencia y la tecnología despliegan su lógica evolutiva interna, sino parte consustancial que define qué son y cómo son éstas últimas en cada momento histórico y en cada lugar del mundo. En mi opinión, éste es precisamente uno de los usos más interesantes de la historia, que puede servir para entrenar la conciencia de que las instituciones humanas y las formas culturales se han creado y transformado en el pasado y, por tanto, que también lo pueden hacer en el presente y en el futuro.
 

Judit Gil Farrero
Centre d'Història de la Ciència (CEHIC)
Área de Comunicación y Promoción de la UAB
 
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